Celia, la Capra pyrenaica pyrenaica, clonada

Una tormenta de nieve de 1999 derribó un abeto en el Parque Nacional de Ordesa (Huesca), éste cayó sobre Celia, y así, de un golpe, desapareció el bucardo de la faz de la tierra. Esa variedad de cabra del Pirineo seguía los pasos de la Capra pyrenaica lusitanica, extinguida en Portugal un centenar de años atrás. El siglo XX acabó mal para la fauna ibérica, con una veintena de vertebrados menos en su haber –entre ellos, el esturión, el lobo levantino y la foca monje–; y el nuevo milenio no pinta mejor: el oso pardo, el lince, el halcón peregrino, la avutarda, la grulla común, el urogallo…, podrían esfumarse en breve. De no remediarlo, en las próximas décadas se les sumará un nutrido contingente que abarca de las libélulas al drago canario y del acebo al sapillo balear, advierte la Fundación Biodiversidad.

¿La ciega fatalidad? En absoluto. El adiós de la Capra pyrenaica pyrenaica resultaba audible mucho antes de su definitiva salida de escena: su declive era ya evidente a principios del XX, cuando, tras haber poblado los Pirineos, se vio restringida al parque de Ordesa. En 1994 quedaban una docena de individuos; dos años más tarde, tres hembras y ningún macho: la especie ya no tenía futuro. De su final, los ecologistas culpan al deterioro de su ecosistema, la caza furtiva, la presión turística y la falta de ayudas oficiales.
Pero lo cierto es que tenía que competir con otras especies de cabras mejor preparadas, es la ley de la naturaleza, solo los fuertes sobreviven.

Se hacen intentos de clonación, pero no es la solución, clonar un único individuo sin clonar su hábitat no sirve de nada. Otra cosa es la manipulación genética que sí puede mitigar el gran problema de las poblaciones menguantes: la consanguinidad, causa de defectos congénitos y enfermedades y preservar su hábitat. Por esa razón, maximizar la diversidad genética y el flujo génico entre los sobrevivientes es un objetivo de primer orden para los conservacionistas. “A la clonación le cabe un papel dentro de las técnicas de reproducción asistida, sobre todo para aprovechar el ADN de animales muertos antes de la edad de reproducción”. Dicho enfoque ha llevado a la creación del banco del MNCN-CSIC: allí se atesoran semen, óvulos y embriones congelados de especies ibéricas amenazadas.

¿Vale la pena gastar millones de euros en el salvamento de una de esas criaturas? No son pocos quienes se lo preguntan. Las críticas que llovieron recientemente sobre la iniciativa presentada en el Parlamento, encaminada a proteger a los grandes simios, ponen de manifiesto que un sector de la opinión pública no entiende cómo, habiendo millones de personas necesitadas de cuidados y ayuda, se pretende canalizar tantos recursos en unos meros animales. Los conservacionistas responden diciendo que ninguna especie existe aislada, sino que forma un eslabón del nexo que une a todos los seres vivos; de ahí que su extinción provoque una fatídica reacción en cadena: cada planta tropical que desaparece arrastra a 30 especies asociadas; por cada árbol tropical que cae, 400 especies perecen.

Y en relación con las críticas al dinero invertido en su salvamento, el biólogo Juan Carlos Blanco, coautor de El libro rojo de los vertebrados de España, las rebate: “Esas cantidades son ridículas en comparación con lo que se gasta en obras como la reforma de la M-30 de Madrid, tanto en su construcción como en propaganda”.

Toda la historia de la humanidad se ha visto en algún momento afectada de grandes extinciones, y ha evolucionado a pesar de ellas, no soy pesimista, cuando alguna especie desaparece, pienso: otra ocupa su lugar. Ley de vida. Pero si debemos hacer lo posible por la salud de nuestro planeta.
Quizá algún día también nosotros lo hagamos.
¿Quién ocupara nuestro lugar?.

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